“Cada vez que paso, me siento humillada. Es humillante sentir tanto miedo. No poder superarlo (…) En un camino público, tengo derecho a que no me aterren, a que no me humillen”. Esas palabras, puestas por Coetzee, en boca de un personaje de uno de los siete cuentos morales, representa una de las preocupaciones del ciudadano en uno de esos Estados sociales de derecho de plaza pública. En esos estados sociales en los que su contenido se limita a declaraciones un poco articuladas en textos constitucionales con un escaso desarrollo material. La proclamación judicial de derechos sociales fundamentales en Estados con sistemas de salud precarios, con acceso a la educación superior limitada y donde el derecho fundamental al trabajo se traduce en vinculaciones de personal mediante contratos de prestación de servicios. Estos últimos, que se traducen en un obstáculo superior para esa defensa de la dignidad humana como autonomía, como posibilidad de autodeterminación, esa libertad de decisión – en palabras de Bieri –. Ese ejercicio de la autonomía, esa garantía del derecho al trabajo, a la vivienda digna que podría accederse a través de la remuneración justa y de las garantías laborales queda, finalmente, expuesta a la voluntad de directores de entidades, de los ordenadores del gasto. Y hasta ahí se garantiza la dignidad humana. Ese es justamente el Estado de la pandemia, el Estado social de derecho en el papel, el del discurso, el que es incapaz de reaccionar a crisis y en el que se hace un llamado a la solidaridad de una sociedad civil cansada, sin derechos y aterrada. Ese Estado incapaz de garantizar los mínimos vitales de los que se ufana su jurisprudencia, que confunde garantía de derecho con donaciones, ese es el Estado al que nos enfrentamos, ese que no nos permite acabar con el miedo en el camino público, como un cuento de Coetzee.
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